Tuve un compañero de colegio que
cuando se acercaba la fecha de su cumpleaños rezaba
a Dios para que nadie en su casa se acordara. Si su
deseo se cumplía, al día siguiente echaba en cara a
su madre, a su padre, a sus hermanos, el olvido. Con
los compañeros establecía estrategias semejantes.
Los domingos lo organizaba todo para que no le
llamáramos y el lunes nos recriminaba que no le
hubiéramos llamado. Se relacionaba con el mundo
desde el agravio.
De mayor, cuando murió su madre,
procuró que nadie se enterara. Pasó las semanas
siguientes telefoneando a los ingratos que no habían
acudido al funeral, para afearles su conducta. Hay
personas para las que la queja constituye un extraño
bálsamo. Lo peor que les puede ocurrir es tener
éxito. Si les llega, jamás les parece bastante en
relación a sus méritos. Son un coñazo.
Dios, sin ser
una persona física (aunque sí jurídica), pertenece a
este arquetipo psicológico. No le basta con que le
atribuyan la creación del día y de la noche, de los
reptiles y las aves, de la aurora boreal y el arco
iris. Quiere más fama. Y en realidad la tiene.
De
hecho, las religiones causan más muertos que los
nacionalismos. Y las hay a miles: más que sistemas
filosóficos, que teorías matemáticas, que doctrinas
políticas. Pero a Dios, que no comprende otra forma
de trato con el universo que el cabreo, no le basta.
Por eso se enfada todo el rato. Su necesidad de
crisparse es tal que a veces se encoleriza consigo
mismo. Benedicto XVI, que conoce y adora al iracundo
Dios del Antiguo Testamento, debería saberlo. Puede
pedir todas las disculpas que quiera, pero si se ha
olvidado del cumpleaños de Alá, lo tiene crudo.
Esta tendencia
al cabreo es lo que hace que Dios se lleve tan bien
con regímenes intratables como el de Franco, el de
Pinochet, el de Videla o el de los ayatolás.
Es
también lo que explica que la Conferencia Episcopal
tenga una emisora en permanente estado de crispación
o que a un caricaturista danés que no hacía daño a
nadie le dieran con el Corán en la cabeza.
Es el
carácter de los dioses. Mi amigo se curó yendo al
psicoanalista, pero quién se imagina a Dios tumbado
en el diván, desliando su complejo de omnipotencia
ante un porteño.